La
Iglesia Católica, para muchos, es una extraña institución que se atreve a contradecir
gigantescas opiniones públicas, a desdeñar leyes diseñadas por pueblos de
primer mundo ejemplarmente democráticos. Una organización regida totalitariamente por un
anciano vestido de blanco, anticuado, conservador, aferrado al pasado...
Ir
más allá del prejuicio y del estereotipo es un deporte intelectual muy sano. Requiere su esfuerzo. Hay que ir más allá de las apariencias
externas. Significa detenerse, ver,
observar, escuchar, profundizar, abrirse... antes que etiquetar con prisas una
realidad. Implica acercarse y asomarse
al corazón que late escondido ahí dentro...
Se puede ser radicalmente distinto, se puede aborrecer tal realidad,
pero ponerse en zapato ajeno nunca hará daño a nadie.
Para
la Iglesia hay un Dios que existe, creador de todos, que se hizo hombre para dar
su vida en rescate de muchos. Un Cristo
que viene a destruir con amor, con generosidad, con desinterés, el mal más
terrible que aqueja a los hombres, más terrible que el ébola, el cáncer, el
ántrax o que el síndrome di inmunodeficiencia adquirida: el pecado, el egoísmo. Porque el pecado es el único mal capaz de
destruir el alma y el corazón de una persona.
Ningún otro mal lo puede lograr.
Un
Cristo que trajo un Evangelio: la Buena
Noticia capaz de transformar a la Humanidad, corazón por corazón. Un Dios que ofrece su amistad y que es capaz
de satisfacer los anhelos más profundos de felicidad que tienen los seres
humanos. Que ofrece el sentido más hondo
de la propia vida y que invita abiertamente a una felicidad eterna que la muerte
no puede aniquilar.
Un
Dios hecho hombre que revela también la verdad sobre el hombre. Que sabe lo que hay dentro, muy adentro, del
corazón de todo ser humano. Que está en
condiciones de decir al hombre lo que le hace más hombre, más pleno, más feliz;
al mundo, lo que le hace más planeta, más sociedad, más familia...
Esas
profundas convicciones están muy clavadas en el corazón de la Iglesia y es ahí
desde donde busca iluminar. Para ella,
su mensaje no es suyo. Es un mensaje
prestado. Un talento depositado en sus
manos frágiles y temblorosas y que se muere por compartir. Un tesoro que va en vasija de barro y que quema
por dentro. Una responsabilidad por
hacerlo fructificar, por comunicarlo, por transmitirlo, por dar gratuitamente
lo gratis recibido. La Iglesia cree con
todas sus fuerzas que Alguien le ha encomendado la custodia y salvación de ese
ser tan frágil, tan misterioso, tan imprevisible, tan agónico, tan capaz de lo
peor como capaz de lo mejor. Por ese hermano
herido y por ese hermano heridor, es que la Iglesia levanta su voz lo mismo en
la selva que en el desierto. Y camina,
se detiene, se inclina, se descalza, se moja, con tal de rescatar un alma más...
Son
los zapatos de la Iglesia. ¿Te los
quieres probar un minuto solo?
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