lunes, 11 de agosto de 2014

LA UÑA DE SANSÓN EN PROBLEMAS

A pesar de su nombre, Sansón era pequeño.  Él no entendía de linajes ni noblezas, y nadie conseguía definir con exactitud la lista de las once razas mezcladas de las que provenía.  Así que el bueno de Sansón se dedicaba a ser perro y ya está. 

Se la pasaba siempre ocupado porque tenía siete dueños.  A todos debía hacer fiesta y buscaba adaptarse a las siete maneras diferentes de ser.  La niña más pequeña lo quería mucho pero no soportaba que se le acercara con la nariz húmeda y le manchara su vestido nuevo.  El papá le llamaba Sansonsuelo mientras le acariciaba la cabeza con una mano que al animal le parecía gigante.  A la hermana mayor le gustaba hacerlo correr dentro de casa.  Uno de los hermanos le declamaba poesías.  Otra hermana, cuando estaba de buenas, le contaba por la tarde sus propias peripecias en un idioma que los perros no entienden.  El otro hermano lo utilizaba de punta de lanza en sus salidas en bicicleta para comprar leche.  La mamá –quien tenía plenos poderes sobre la residencia o no residencia del can en aquel hogar– había ido transformando su principio de “no quiero perros en esta casa” en una aceptación tolerante del inquilino canino; así que Sansón se mostraba siempre muy respetuoso y educado con ella… 

Sansón tenía uñas como todos los perros.  Pero tenía un problema que algunos de sus dueños –los de espíritu práctico– consideraban defecto de fábrica. Otros lo achacaban a la edad del animal.  Dos de sus dueñas –más romanticistas– decían que un libro de historia canina refería la existencia de una raza muy fina –ya extinguida– que poseía esa misma característica.  Para ellas, además, ese detalle probaba la hipótesis de la sangre azul del animal en sus antepasados veinte generaciones atrás… 

Haya sido cual haya sido la causa genética del problema, el caso es que Sansón lo sufría en carne propia.  Lo que sucedía era que alguna de sus uñas al crecer se enroscaba de tal manera que la punta afilada iba poco a poco encontrándose justo de frente a la pezuña.  Entonces comenzaba a clavarse hasta llegar a tejidos vivos del pobre animal.  Sansón, sin entender mucho lo que pasaba, se dolía y se ponía triste. 

Al inicio ninguno de los dueños se percató del problema, pero con el tiempo a uno de ellos le llamó la atención que la escena de Sansón lamiéndose la misma pata se repitiera una y otra vez.  Y es que el perro no conocía otro remedio.  Aquel dueño, intrigado por el descubrimiento, se acercó y quedó impresionado al ver aquella uña clavada hasta el fondo de la pezuña, con sangre a medio coagular en torno a la herida. 

Así que se decidió a ayudarle.  Tomó unas tijeras.  Inmovilizó al perro.  Sansón se mostró muy desconfiado.  Su dueño le retiró también la cabeza para que el animal no viera tamaña operación.  No fue fácil.  La uña estaba muy enroscada y endurecida…  Cuando Sansón sintió el ruido de aquellas tijeras que rompían la uña pegó un aullido como si le estuvieran matando.  Acto seguido el dueño pudo desencajar de la pezuña la parte rota de la uña.   

Sansón, mareado y confundido, poco a poco recobró su ritmo cardiaco normal.  Conforme pasaron las horas y los días fue notando que la pata ya no le dolía tanto.  La herida fue cicatrizando.  Sansón, con su uña corta, volvía con renovado entusiasmo a cumplir su misión nada fácil de hacer felices un día y otro día a siete dueños… 

El problema de la uña de Sansón es muy parecido a un problema que tenemos los humanos y que se llama egoísmo.  El egoísmo es una uña que crece y se clava poco a poco sin que nos demos mucha cuenta.  Está ahí, pero no logramos –o no queremos– descubrirlo.  Y como la palabra “egoísmo” es un poco fea, a la hora de explicar nuestras actitudes egoístas, nos da por usar términos que suenen mejor:  “oye, estoy en mi derecho”, “¿cómo se atreve a pedirme ese favor?”, “estoy tan ocupado que nunca podré ayudarle”, “no es justo”, “me la hizo, me la paga”, “que le ayude el gobierno”, “¡se acabó!, no dejaré que los demás arruinen mi felicidad”… 

En un inicio nos puede parecer que el egoísmo es razonable, o que nos hace la vida más divertida y emocionante, o que en este mundo ser egoístas es más rentable que ser generosos.  Pero en cuanto la uña del egoísmo comienza a tocar tejidos vivos de nuestra alma, descubrimos sus verdaderos frutos:  dolor y tristeza de alma. 

Y si no reaccionamos, se seguirá clavando.  Y es que nosotros con nuestro egoísmo somos como Sansón dejado solo.  Sabemos que algo nos duele, sufrimos las consecuencias, nos lamemos la herida una y otra vez sin poder curarla.  Nos ponemos a buscar causas, según nosotros, más científicas:  “yo creo que es culpa del estrés”, o “yo creo que el nivel de piña colada en mi flujo sanguíneo está muy bajo, así que me voy a beber un par de piñas coladas en la terraza de mi casa mientras tomo el sol y ya verás qué bien me voy a sentir”…  Pero después de tomar aquella pastilla mágica contra el estrés o de cumplir con detalle el propósito de la terraza, nos topamos con la triste realidad:  el dolor y la tristeza del alma siguen ahí.  No acabamos de atinar la causa ni tenemos el remedio. 

Lo que hace el egoísmo es enroscarnos sobre nosotros mismos.  Nos hace incapaces de dirigir nuestra atención y nuestro cariño hacia fuera.  Todo lo vemos, lo pensamos y lo usamos para nosotros.  Nos sentimos el centro del universo.  Nos metemos tanto en nosotros mismos que no tenemos tiempo para nadie más.  No nos pasa por la cabeza la idea de que tal vez las personas que están a nuestro alrededor necesiten algo de nosotros.  Imposible tener un detalle hacia alguien distinto a nuestro yo.  Además nos parecerá que nuestros derechos están siempre siendo pisoteados y no sospecharemos que nuestras actitudes egoístas pueden estar hiriendo a los demás en nuestro paso por el mundo. 

Así que el egoísmo no tiene remedio humano.  No nos lo podemos curar nosotros mismos.   Necesitamos la ayuda atenta, cariñosa y eficaz de nuestro Dueño.   Nuestro Dueño es Dios, nosotros somos su creatura, y su gracia es la mejor medicina que nos puede curar del egoísmo.  Por más vueltas que le demos al problema, el egoísmo sólo nos lo puede curar Dios. 

Y, además, una vez curados, no podemos decir:  “por fin estoy curado para siempre del egoísmo”.  No.  El egoísmo es como esa uña:  una vez cortada sigue creciendo dispuesta a clavarse de nuevo si no dejamos que nuestro Dueño nos ayude a cortarla otra vez a tiempo.  

Cada vez que acudimos con todo el corazón al sacramento de la confesión, cada vez que recibimos a Cristo en la Eucaristía, cada vez que hacemos un acto de generosidad estamos permitiendo que el Señor nos corte la uña del egoísmo.  Es cierto que cuando la uña del egoísmo está muy clavada, nos dará miedo someternos a la operación, sentiremos como si nos estuvieran arrancando el alma, pero el Señor sabe muy bien lo que hace y además lo hace con muchísimo cuidado y cariño.  Basta que nos pongamos en sus manos. 

Por ello no se trata de una operación negativa.  Un no al egoísmo es un sí al amor, al prójimo, a la realización plena, a la felicidad, a Dios.  Quien se deja curar por Dios entra en la dinámica del amor, de la realización plena, de la entrega generosa a los demás.  Y es que la felicidad no es real si no se comparte.  Dejarse cuidar por Dios es reconocer los propios límites y defectos y al mismo tiempo estar dispuesto a dejarse transformar por la gracia de Dios. Por eso quien se fía de Dios en medio de las dificultades llega tan lejos en la felicidad temporal y eterna. 

En el caso del bueno de Sansón, pasado un tiempo, aquella uña volvía a crecer y a clavarse si sus dueños se despistaban; lo cual, por cierto, era frecuente…  Y es que no era tan fácil que se pusieran de acuerdo en los turnos de atención a la mascota:  “te toca a ti cortarle la uña”,  “no, yo lo hice la última vez”,  híjole, ¡qué mentiroso!, si fue fulanita”…  Total, que mientras no se ponían de acuerdo aquellos siete dueños, el pobre de Sansón quedaba otra vez solo ante el peligro… 

Nuestro gran Dueño, en cambio, nunca se despista.  Nos quiere tanto que le es imposible desentenderse de nosotros.  Siempre está ahí dispuesto a ayudarnos.  Lo único que le puede detener de curarnos una y otra vez, es que nosotros no le demos permiso.  ¿Te animas a darle permiso hoy mismo?
 
Arturo Guerra, LC