viernes, 26 de diciembre de 2014

EN ESTA NAVIDAD CRISTIANOS DE TODOS LOS PAÍSES SE ARRODILLAN

¡En esta Navidad, cristianos de todos los países, arrodillémonos!
En la noche en la que todas las estrellas prestan su luz al astro de Oriente, en las catedrales y en las chozas convertidas en capillas, en las basílicas y en los templos destechados, en las iglesias recién estrenadas y en los santuarios cuyos muros aún muestran las heridas frescas o las cicatrices empolvadas de una  guerra; en plena luz de luna o a escondidas...  (porque hasta a algún Estado se le ha ocurrido, en un arrebato de imaginación recaudativa, cobrar una multa de diez dólares al ciudadano que cometa la criminal barbaridad de celebrar la Navidad)..., numerosos cristianos de los cinco continentes se arrodillarán durante la misa de Nochebuena en el momento de la recitación del Credo al alcanzar las palabras:  “...y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre...” 
Será una ola ininterrumpida de veinticuatro horas, orquestada por la batuta infalible y precisa de los husos horarios del planeta.  Primero los cristianos de Islas Midway, en Samoa, después Hawaii, y sucesivamente: Alaska, Arizona, Ciudad de México, Caracas, Monrovia, Dublín, Roma, Madrid, Sarajevo, El Cairo, Jerusalén, Calcuta, Seúl...,  para terminar en las islas Fiji.
Un globo que se cimbrará a causa de tantas rodillas que hincarán el suelo, o la piedra fría, o la arena, o el mármol, o el cojín, o la hojarasca... 
Hincar significa “introducir o clavar una cosa en otra, apoyar una cosa en otra como para clavarla”.  El Poema del Mío Cid, al aludir a uno de los momentos más dramáticos del protagonista, cuando es desterrado injustamente por su rey, apostilla:  “...e hincándose de hinojos, de corazón rezaba”.  En algunas naciones donde se habla el español se utiliza más el verbo “hincarse” que “arrodillarse”.
 Hincarse es también rendirse ante el misterio.  Es sentirse anonadado.  Es inclinarse hoy ante un niño que ríe, que llora, que saluda, que busca los brazos de una madre, que juega, que se asusta, que no sabe hablar, y que es Dios.
 Hincarse será también clavarse en el mundo, siguiendo el ejemplo de Aquél que, sin ser de este mundo, quiso clavarse en éste.  ¿Qué es encarnarse sino hincar rodilla en tierra para probar el polvo de los hombres?
Pero hoy las rodillas de ese niño serán aún muy frágiles.  Necesitará los cuidados de una madre que con el tiempo le enseñe a arrodillarse, a hincarse.  Necesitará fuerzas en esas rodillas que, pese a todo, de camino al Calvario, tropezarán, sangrantes, tres veces.
¡En esta Navidad, cristianos de todos los países, arrodillémonos!

sábado, 22 de noviembre de 2014

UN ERUDITO Y UN BARQUERO


En un viejo cuento, aquel sabio emprendía otro de sus incontables viajes por tierras exóticas.  Al llegar a un río, pidió amablemente a uno de los barqueros que le llevara a la otra orilla.  El río era tan ancho que daba tiempo de establecer una conversación. 

- Sr. Barquero, buenos días.  ¿Usted ha oído hablar del teorema de Pitágoras? 

- Pues no señor, mire usted, yo no fui a la escuela.

- No me diga. Fíjese que no saber el teorema de Pitágoras...  Usted ha perdido un 15% de su vida. 

- Sr. Barquero, ¿usted sabe algo de las guerras de los medos contra los persas? 

- No señor, es la primera vez que oigo eso. 

- Qué pena, ha perdido un 10% de su vida. 

- Sr. Barquero, ¿usted ha estado en Australia? 

- ¿Y eso qué es? 

- Es un país.  Lo que sí le digo es que, usted, Sr. Barquero, ha perdido un 30% de su vida.  Mire que no conocer Australia... 

- Sr. Barquero, ¿qué me dice de las mitocondrias de la célula? 

- Como no me dé más datos... 

- Ha perdido un 15% de su vida. 

- Sr. Barquero, ¿sabe cuál es el planeta más grande? 

- Pues yo diría que la Tierra. 

- Se equivoca.  Ha perdido otro 10% de su vida. 

- Sr. Barquero, ¿usted ha navegado en internet? 

- “¿Y ése qué río es?” – respondió el barquero. 

- Qué desastre, usted ha perdido el 20% de su vida. 

En eso, el río se encrespó. Tanto que el barquero ya no podía alcanzar ninguna de las dos orillas.  El agua comenzaba a meterse en aquella pobre barca.  Le preguntó el buen barquero al hombre sabio: 

  - Oiga, esta barca se nos va a hundir, ¿sabe nadar? 

- “No” – respondió el erudito –, “nunca he tenido tiempo para aprender.” 

- Pues a ver si puedo ayudarle a que no pierda el 100% de su vida… 

 ¡Cuánto sabemos!  O al menos cuánto podemos saber.  Nunca habíamos tenido tanta información tan a la mano.  Pero a veces no sabemos lo importante.  Sabemos cómo funciona el esfínter pilórico del aparato digestivo de la ostra, pero no sabemos de dónde venimos.  Hemos pisado la Luna pero no sabemos a dónde vamos.  Sabemos que el perímetro de la tierra es de 40,040 kilómetros, pero ignoramos el sentido de la vida.  Sabemos el número exacto de neuronas que tiene el cerebro humano pero no sabemos cómo dejar de ser egoístas para empezar a amar a los demás.  A servirles.  A ser desinteresados en la amistad.  A renunciar a los propios planes con tal de ayudar al esposo, a la esposa, a un amigo, a la madre, a la compañera de trabajo, al jefe, al empleado que depende de nosotros, a la señora de la tienda de la esquina, al padre, a la hija, al sobrino, al vecino, a la suegra, al desconocido, al que vende periódicos, al político, a la cajera, al de la gasolinera... 

“Al atardecer de la vida nos van a examinar del amor”, decía San Juan de la Cruz.  No nos van a preguntar el teorema de Pitágoras ni la manera más rápida y eficaz de usar un buscador de internet.  Pero si nunca hemos dado de comer al hambriento, si nunca se nos ha ocurrido darle un vaso de agua al sediento, si no le hemos dado algo de ropa al que pasaba frío, si no le hemos abierto la puerta al que no tenía casa..., no sabremos nadar muy bien en las aguas de la eternidad.
 
P. Arturo Guerra, LC
 

lunes, 11 de agosto de 2014

LA UÑA DE SANSÓN EN PROBLEMAS

A pesar de su nombre, Sansón era pequeño.  Él no entendía de linajes ni noblezas, y nadie conseguía definir con exactitud la lista de las once razas mezcladas de las que provenía.  Así que el bueno de Sansón se dedicaba a ser perro y ya está. 

Se la pasaba siempre ocupado porque tenía siete dueños.  A todos debía hacer fiesta y buscaba adaptarse a las siete maneras diferentes de ser.  La niña más pequeña lo quería mucho pero no soportaba que se le acercara con la nariz húmeda y le manchara su vestido nuevo.  El papá le llamaba Sansonsuelo mientras le acariciaba la cabeza con una mano que al animal le parecía gigante.  A la hermana mayor le gustaba hacerlo correr dentro de casa.  Uno de los hermanos le declamaba poesías.  Otra hermana, cuando estaba de buenas, le contaba por la tarde sus propias peripecias en un idioma que los perros no entienden.  El otro hermano lo utilizaba de punta de lanza en sus salidas en bicicleta para comprar leche.  La mamá –quien tenía plenos poderes sobre la residencia o no residencia del can en aquel hogar– había ido transformando su principio de “no quiero perros en esta casa” en una aceptación tolerante del inquilino canino; así que Sansón se mostraba siempre muy respetuoso y educado con ella… 

Sansón tenía uñas como todos los perros.  Pero tenía un problema que algunos de sus dueños –los de espíritu práctico– consideraban defecto de fábrica. Otros lo achacaban a la edad del animal.  Dos de sus dueñas –más romanticistas– decían que un libro de historia canina refería la existencia de una raza muy fina –ya extinguida– que poseía esa misma característica.  Para ellas, además, ese detalle probaba la hipótesis de la sangre azul del animal en sus antepasados veinte generaciones atrás… 

Haya sido cual haya sido la causa genética del problema, el caso es que Sansón lo sufría en carne propia.  Lo que sucedía era que alguna de sus uñas al crecer se enroscaba de tal manera que la punta afilada iba poco a poco encontrándose justo de frente a la pezuña.  Entonces comenzaba a clavarse hasta llegar a tejidos vivos del pobre animal.  Sansón, sin entender mucho lo que pasaba, se dolía y se ponía triste. 

Al inicio ninguno de los dueños se percató del problema, pero con el tiempo a uno de ellos le llamó la atención que la escena de Sansón lamiéndose la misma pata se repitiera una y otra vez.  Y es que el perro no conocía otro remedio.  Aquel dueño, intrigado por el descubrimiento, se acercó y quedó impresionado al ver aquella uña clavada hasta el fondo de la pezuña, con sangre a medio coagular en torno a la herida. 

Así que se decidió a ayudarle.  Tomó unas tijeras.  Inmovilizó al perro.  Sansón se mostró muy desconfiado.  Su dueño le retiró también la cabeza para que el animal no viera tamaña operación.  No fue fácil.  La uña estaba muy enroscada y endurecida…  Cuando Sansón sintió el ruido de aquellas tijeras que rompían la uña pegó un aullido como si le estuvieran matando.  Acto seguido el dueño pudo desencajar de la pezuña la parte rota de la uña.   

Sansón, mareado y confundido, poco a poco recobró su ritmo cardiaco normal.  Conforme pasaron las horas y los días fue notando que la pata ya no le dolía tanto.  La herida fue cicatrizando.  Sansón, con su uña corta, volvía con renovado entusiasmo a cumplir su misión nada fácil de hacer felices un día y otro día a siete dueños… 

El problema de la uña de Sansón es muy parecido a un problema que tenemos los humanos y que se llama egoísmo.  El egoísmo es una uña que crece y se clava poco a poco sin que nos demos mucha cuenta.  Está ahí, pero no logramos –o no queremos– descubrirlo.  Y como la palabra “egoísmo” es un poco fea, a la hora de explicar nuestras actitudes egoístas, nos da por usar términos que suenen mejor:  “oye, estoy en mi derecho”, “¿cómo se atreve a pedirme ese favor?”, “estoy tan ocupado que nunca podré ayudarle”, “no es justo”, “me la hizo, me la paga”, “que le ayude el gobierno”, “¡se acabó!, no dejaré que los demás arruinen mi felicidad”… 

En un inicio nos puede parecer que el egoísmo es razonable, o que nos hace la vida más divertida y emocionante, o que en este mundo ser egoístas es más rentable que ser generosos.  Pero en cuanto la uña del egoísmo comienza a tocar tejidos vivos de nuestra alma, descubrimos sus verdaderos frutos:  dolor y tristeza de alma. 

Y si no reaccionamos, se seguirá clavando.  Y es que nosotros con nuestro egoísmo somos como Sansón dejado solo.  Sabemos que algo nos duele, sufrimos las consecuencias, nos lamemos la herida una y otra vez sin poder curarla.  Nos ponemos a buscar causas, según nosotros, más científicas:  “yo creo que es culpa del estrés”, o “yo creo que el nivel de piña colada en mi flujo sanguíneo está muy bajo, así que me voy a beber un par de piñas coladas en la terraza de mi casa mientras tomo el sol y ya verás qué bien me voy a sentir”…  Pero después de tomar aquella pastilla mágica contra el estrés o de cumplir con detalle el propósito de la terraza, nos topamos con la triste realidad:  el dolor y la tristeza del alma siguen ahí.  No acabamos de atinar la causa ni tenemos el remedio. 

Lo que hace el egoísmo es enroscarnos sobre nosotros mismos.  Nos hace incapaces de dirigir nuestra atención y nuestro cariño hacia fuera.  Todo lo vemos, lo pensamos y lo usamos para nosotros.  Nos sentimos el centro del universo.  Nos metemos tanto en nosotros mismos que no tenemos tiempo para nadie más.  No nos pasa por la cabeza la idea de que tal vez las personas que están a nuestro alrededor necesiten algo de nosotros.  Imposible tener un detalle hacia alguien distinto a nuestro yo.  Además nos parecerá que nuestros derechos están siempre siendo pisoteados y no sospecharemos que nuestras actitudes egoístas pueden estar hiriendo a los demás en nuestro paso por el mundo. 

Así que el egoísmo no tiene remedio humano.  No nos lo podemos curar nosotros mismos.   Necesitamos la ayuda atenta, cariñosa y eficaz de nuestro Dueño.   Nuestro Dueño es Dios, nosotros somos su creatura, y su gracia es la mejor medicina que nos puede curar del egoísmo.  Por más vueltas que le demos al problema, el egoísmo sólo nos lo puede curar Dios. 

Y, además, una vez curados, no podemos decir:  “por fin estoy curado para siempre del egoísmo”.  No.  El egoísmo es como esa uña:  una vez cortada sigue creciendo dispuesta a clavarse de nuevo si no dejamos que nuestro Dueño nos ayude a cortarla otra vez a tiempo.  

Cada vez que acudimos con todo el corazón al sacramento de la confesión, cada vez que recibimos a Cristo en la Eucaristía, cada vez que hacemos un acto de generosidad estamos permitiendo que el Señor nos corte la uña del egoísmo.  Es cierto que cuando la uña del egoísmo está muy clavada, nos dará miedo someternos a la operación, sentiremos como si nos estuvieran arrancando el alma, pero el Señor sabe muy bien lo que hace y además lo hace con muchísimo cuidado y cariño.  Basta que nos pongamos en sus manos. 

Por ello no se trata de una operación negativa.  Un no al egoísmo es un sí al amor, al prójimo, a la realización plena, a la felicidad, a Dios.  Quien se deja curar por Dios entra en la dinámica del amor, de la realización plena, de la entrega generosa a los demás.  Y es que la felicidad no es real si no se comparte.  Dejarse cuidar por Dios es reconocer los propios límites y defectos y al mismo tiempo estar dispuesto a dejarse transformar por la gracia de Dios. Por eso quien se fía de Dios en medio de las dificultades llega tan lejos en la felicidad temporal y eterna. 

En el caso del bueno de Sansón, pasado un tiempo, aquella uña volvía a crecer y a clavarse si sus dueños se despistaban; lo cual, por cierto, era frecuente…  Y es que no era tan fácil que se pusieran de acuerdo en los turnos de atención a la mascota:  “te toca a ti cortarle la uña”,  “no, yo lo hice la última vez”,  híjole, ¡qué mentiroso!, si fue fulanita”…  Total, que mientras no se ponían de acuerdo aquellos siete dueños, el pobre de Sansón quedaba otra vez solo ante el peligro… 

Nuestro gran Dueño, en cambio, nunca se despista.  Nos quiere tanto que le es imposible desentenderse de nosotros.  Siempre está ahí dispuesto a ayudarnos.  Lo único que le puede detener de curarnos una y otra vez, es que nosotros no le demos permiso.  ¿Te animas a darle permiso hoy mismo?
 
Arturo Guerra, LC
 

miércoles, 23 de julio de 2014

SE NECESITAN MÁS CHAPULINES COLORADOS

Al Chapulín Colorado lo conocen y quieren generaciones enteras de países tan distantes entre sí como México, Chile, España, e incluso Brasil que tradujo los programas al portugués…  ¿Cómo habrán traducido el “se me chispoteó” del chavo del ocho?...

Un chapulín colorado de papel, en miniatura,
hecho en las Islas Marías  por un interno
 
La imagen habitual de un héroe es un superhombre de bíceps muy ejercitados, que jamás tiene miedo, nunca llora, se enfrenta solo y desarmado a quince enemigos pertrechados de ametralladora y, en cuestión de segundos, se deshace de ellos con un par de karatazos.

Nuestro buen Chapulín, en cambio, es chaparrito y lleva una que otra arruga en su rostro, nunca ganó medalla olímpica en levantamiento de pesas; y –todo hay que decirlo– a veces es medio miedoso…  ¡Más fuerte que un ratón! 

El Chapulín es buena gente.  ¡Más noble que una lechuza!  Quiere ayudar. Siempre se muestra dispuesto.  Si alguien le llama, él no falla. ¿Y ahora quién podrá defenderme?  En el momento justo, y cuando la persona en peligro ya agotó todos sus recursos, aparece el Chapulín con gran entusiasmo.

-        ¡Yoooo!...

-        ¡El Chapulín Colorado!

-        ¡No contaban con mi astucia!

No obstante su astucia, los métodos de salvamento del Chapulín desesperan un poco.  A veces se desanima.  Siente miedo ante el peso de su misión.  Al ver la cruda realidad de lo que implica salvar al necesitado, traga saliva, no sabe qué hacer y se paraliza. ¡Más rápido que una tortuga!  Siente la tentación de echarse para atrás, de no ayudar.  Pero, ¡…su escudo es un corazón!  Se pone triste al ver cómo sufre la persona en peligro, se compadece y el corazón se le mueve en medio de su indecisión:  ¡Sí lo hago…;  sí lo hago…!  Así que también necesita que otros le motiven y le den un empujoncito, o un gritito casi malhumorado…  ¡Ay!... ¡Ya, Chapulín…!  Y entonces nuestro buen Chapulín se lanza y ayuda.

Sus antenitas de vinil son capaces de detectar lo que otros no detectan.  Los problemas más grandes los resuelve a veces haciéndose chiquito gracias a su frasco de chiquitolina. 

Ya lo dice el viejo y conocido refrán…  Yo creo que el éxito de nuestro gran héroe el Chapulín Colorado, se debe a que es de carne y hueso como cualquiera de nosotros.  Lo que hace grande al Chapulín es que se vale de su pequeñez, de su sencillez y de su vulnerabilidad, para ayudar desinteresadamente a los demás.  ¿Qué es su chipote chillón, hueco y de plástico, ante las armas poderosas del enemigo?

¡Lo sospeché desde un principio!  La grandeza del Chapulín es que sabe hacerse chiquito.  Reconoce sus límites y de ellos se vale para luchar y ayudar.  Su falta de memoria a la hora de recordar refranes le sirve para ejercitar su increíble imaginación que intenta arreglarlos todo el tiempo que la paciencia de su interlocutor tarde en convertirse en desesperación…  ¡Ay!... ¡Ya, Chapulín…!  

Y es que la pequeñez, la sencillez y la vulnerabilidad son capaces de cosas grandes cuando se les suma el entusiasmo y la generosidad.  Más de lo que nos imaginamos.

En el corazón humano, que es tan misterioso, tan capaz a veces de lo peor, pero también de lo mejor, late escondido un chapulín colorado.  Déjalo salir.  México necesita más Chapulines Colorados. Chile, España y Brasil necesitan más Chapulines Colorados.  Todos los países del mundo necesitan más Chapulines Colorados.  ¡Síganme los buenos!  Algunos Chapulines ya existen, pero son todavía pocos.  A veces es nuestro vecino, o va al mismo salón de clases que nosotros, o trabaja en la oficina de al lado, pero no nos damos mucha cuenta.  Son héroes de lo pequeño y de lo cotidiano.   Son de carne y hueso.  Tienen defectos, sienten miedo, no cuentan con muchos medios, pero dejan que se les mueva el corazón y se lanzan a ayudar a los demás.  Son mamás, oficinistas, empresarios, taxistas, abogadas, panaderos, ingenieros, médicos, sembradores, universitarios, tejedoras, niños, ancianos que dejan de pensar en sí mismos y en sus problemas y se ponen a ayudar a los demás con toda su pequeñez, su sencillez y su vulnerabilidad a cuestas.  ¡Y vaya que si ayudan!  Son constantes, un día y otro día.  No hacen aspavientos.  No filman anuncios comerciales de un perfume con su firma impresa en un frasco de cristal que cuesta más que el exótico bálsamo mismo.  Pero, tarde o temprano, su heroísmo salta a la vista. 

Descubre, entre tus vecinos, Chapulines Colorados.  Conviértete tú también en un gran Chapulín Colorado para los demás.

Gracias, don Roberto Gómez Bolaños, el primero de los Chapulines Colorados…  ¡Eso, eso, eso…!

Arturo Guerra, LC

http://www.wattpad.com/story/14999436-m%C3%A1s-chapulines-colorados

aguerra@arcol.org

jueves, 17 de julio de 2014

UNA VOLUNTARIA DE LOURDES EN ACCIÓN




A veces es tanta la gente voluntaria en Lourdes que para ayudar hay que hacer cola, y no escoges necesariamente el tipo de ayuda sino que se te es dado: un buen ejercicio de ayuda desinteresada. 

Aquella semana de verano a nuestra pequeña cuadrilla le tocó lavar platos durante algunas comidas y cenas solamente, pues los demás turnos estaban ya cubiertos.  Nos tocó en los edificios nuevos del hospital.  Nos pusimos un delantal de plástico y, ¡a lavar platos!  Modernas máquinas industriales multiplicaban nuestra buena voluntad.  Era un comedor de enfermos minusválidos.  Voluntarias de otro grupo, con su uniforme de enfermera, se encargaban de repartir la comida y de asistir a aquellos enfermos que por sí mismos no podían tomar el alimento. 

Nosotros veíamos aquello sólo de lejos.  Las enfermeras iban y venían con platos sucios que te entregaban en las manos. 

En un momento en que las máquinas hacían afanosamente su trabajo, mirando aquel comedor de ancianos y enfermos, vi a una chica joven que no tenía manos. 

No era una de las enfermas.  Era una de las azarosas enfermeras que iban y venían por todo el comedor sirviendo a los enfermos… 

Vi cómo se acercaba a los enfermos y les ayudaba.  Vi cómo cogía entre sus brazos una cuchara que metía en la sopa, y, con mucha precisión, la llevaba a la boca de una anciana que sí tenía manos pero que quizá ya no las controlaba o las tenía inmóviles.  Una cucharada y otra cucharada…  Yo, no podía creerlo.  A esas alturas, de lo de lavar platos ya ni me acordaba… 

Aquella enfermera seguía sirviendo a todo mundo.  De pronto, con un plato vacío de sopa que sujetaba entre sus brazos, se acercó a nuestra zona de vajilla.  Con manos temblorosas y un nudo en la garganta recibí el plato sucio que ella me entregó mientras sonreía.  Era una chica francesa.  Yo le devolví la sonrisa como pude…  Ella se dio la media vuelta y se fue a seguir sirviendo a sus enfermos… 

Aquella chica sin manos, feliz de la vida ayudando a los demás.  Podría pedir ser cuidada, estar atendida… y, sin embargo, servía. 

De esto fui testigo un día que se me ocurrió visitar Lourdes.  ¿Qué cosas tan increíbles no sucederán ahí día tras día, año tras año? 

María, desde tus santuarios, sigue tocando muchos corazones que descubran la más auténtica de las felicidades en la entrega a Dios y al prójimo.