lunes, 28 de diciembre de 2015

¡OBREROS DE LA VIÑA DEL SEÑOR!

En ocasiones sucede que los católicos no se acercan al sacramento de la confesión.  Puede ser porque no saben bien qué es ni para qué sirve.  O porque hace meses o años perdieron la costumbre y no se animan a retomarla.  O porque les da pena.  O porque creen que seguirán iguales después de confesarse.  O porque consideran que es algo sólo para niños que van a hacer su primera comunión o para dos novios que están a punto de casarse por la Iglesia…

Y a veces es porque no encuentran a un sacerdote para confesarse.  Preguntan, buscan y no dan con un sacerdote que pueda confesarles.  Esto último se debe, en parte, a que la mies es mucha y los obreros pocos; a veces los sacerdotes quisieran atender más almas pero necesitarían días de 40 horas y un par de pies más…

Los sacramentos de la Iglesia son de Jesucristo.  Le costaron sangre.  Poco después de las tres de la tarde del primer viernes santo en el monte Calvario, unos soldados romanos se acercaron a romper las piernas a los tres crucificados para que terminaran de desangrarse y murieran.  Pero al llegar a Jesús, se dieron cuenta de que ya había muerto, así que sólo le clavaron una lanza en el costado como para certificar que estaba del todo muerto.  Cuenta el evangelio que, al penetrar aquella lanza en el costado de Cristo, al instante salió sangre y agua.  Muchos escritores de la Iglesia de los primeros siglos identificaron ese gesto póstumo del corazón de Cristo con el nacimiento de la Iglesia y con la fuente de la que brotaban sus sacramentos.  Se puede decir que los sacramentos vienen directamente del corazón de Cristo y son el fruto maduro de los méritos infinitos de su pasión, muerte y resurrección.  Los sacerdotes no somos más que instrumentos del Señor para que esas últimas gotas de sangre y agua del corazón de Cristo sigan tocando a lo largo de los siglos cada alma necesitada de curación y de perdón.

Es cierto que el mundo tiene muchos problemas, que los sacerdotes no podremos resolverlos todos y que muchos son los proyectos que se pueden realizar para sembrar el bien en el mundo, pero está claro que cuando los sacerdotes nos ponemos a confesar estamos contribuyendo significativamente a desenraizar las raíces más profundas del mal en el mundo.  Porque es en el fondo del corazón donde una persona entra en diálogo con el mal, le da la bienvenida, lo maquina y termina cometiéndolo.  Y el corazón que opta por un mal –sea chico, mediano o grande– es un corazón herido.  Y un corazón herido, tarde o temprano, siente un hambre muy intensa de perdón, de rescate, de reconciliación, de sangre y agua de Cristo.

Por eso yo creo que la empresa más ambiciosa y profunda en este mundo es dejar que Dios te cambie el corazón y ayudar a Dios a que transforme el corazón de otras personas.  Los sacerdotes haremos un gran bien y estaremos cambiando más el mundo, si todos juntos nos decidimos a dedicar más tiempo a confesar, de manera que facilitemos la reconciliación de las personas con Dios y entre sí.

Hace algunos años en una conferencia, un obispo anciano comentaba que de joven, el día de su ordenación sacerdotal, le pidió a Dios una gracia:  la gracia de nunca negar el sacramento de la confesión a alguien que se lo pidiera.  Y con una gran sonrisa concluía diciendo que hasta ese día de la conferencia el Señor le había concedido esa gracia y que esperaba morir diciendo lo mismo. 
 
Si está en nuestras manos y no media un obstáculo serio, nunca digamos que no a una persona que quiera confesarse.  No es lo mismo decir a un penitente: “disculpe, los fieles esperan el inicio de la misa, si quiere venga al final y le confieso”, que decirle a otro penitente: “no, no puedo confesarle porque tengo un juego de dominó muy importante, así que váyase a otro lugar a ver si tiene suerte…”
Carlos Marx terminó el manifiesto de su revolución con aquella frase: “¡obreros de todos los países, únanse!”  Yo creo que, al fin y al cabo, los cristianos también tenemos nuestra revolución –que no es de odio ni de derrocamientos violentos– sino de fe, esperanza, caridad, perdón y reconciliación: 


¡Obreros de la viña del Señor, sacerdotes de todos los países, confesemos!

viernes, 31 de julio de 2015

NOTICIAS QUE NO NECESITAN FECHA

NOTICIAS QUE NO NECESITAN FECHA
 


Quieren ser noticias reflexivas desvinculadas de la actualidad vertiginosa pero siempre frescas...

viernes, 13 de febrero de 2015

LOS ZAPATOS DE LA IGLESIA EN CAMINO

Vivimos de estereotipos.  España es el chorizo, el sol y los toros.  México es el cactus, el tequila y el sombrerote.  China es lo lejano, lo indescifrable.  Alemania es la cuadrícula, la búsqueda de la perfección aritmética... 

La Iglesia Católica, para muchos, es una extraña institución que se atreve a contradecir gigantescas opiniones públicas, a desdeñar leyes diseñadas por pueblos de primer mundo ejemplarmente democráticos.  Una organización regida totalitariamente por un anciano vestido de blanco, anticuado, conservador, aferrado al pasado...

Ir más allá del prejuicio y del estereotipo es un deporte intelectual muy sano.  Requiere su esfuerzo.  Hay que ir más allá de las apariencias externas.  Significa detenerse, ver, observar, escuchar, profundizar, abrirse... antes que etiquetar con prisas una realidad.  Implica acercarse y asomarse al corazón que late escondido ahí dentro...  Se puede ser radicalmente distinto, se puede aborrecer tal realidad, pero ponerse en zapato ajeno nunca hará daño a nadie. 

Para la Iglesia hay un Dios que existe, creador de todos, que se hizo hombre para dar su vida en rescate de muchos.  Un Cristo que viene a destruir con amor, con generosidad, con desinterés, el mal más terrible que aqueja a los hombres, más terrible que el ébola, el cáncer, el ántrax o que el síndrome di inmunodeficiencia adquirida:  el pecado, el egoísmo.  Porque el pecado es el único mal capaz de destruir el alma y el corazón de una persona.  Ningún otro mal lo puede lograr. 

Un Cristo que trajo un Evangelio:  la Buena Noticia capaz de transformar a la Humanidad, corazón por corazón.  Un Dios que ofrece su amistad y que es capaz de satisfacer los anhelos más profundos de felicidad que tienen los seres humanos.  Que ofrece el sentido más hondo de la propia vida y que invita abiertamente a una felicidad eterna que la muerte no puede aniquilar. 

Un Dios hecho hombre que revela también la verdad sobre el hombre.  Que sabe lo que hay dentro, muy adentro, del corazón de todo ser humano.  Que está en condiciones de decir al hombre lo que le hace más hombre, más pleno, más feliz; al mundo, lo que le hace más planeta, más sociedad, más familia...
 
Esas profundas convicciones están muy clavadas en el corazón de la Iglesia y es ahí desde donde busca iluminar.  Para ella, su mensaje no es suyo.  Es un mensaje prestado.  Un talento depositado en sus manos frágiles y temblorosas y que se muere por compartir.  Un tesoro que va en vasija de barro y que quema por dentro.  Una responsabilidad por hacerlo fructificar, por comunicarlo, por transmitirlo, por dar gratuitamente lo gratis recibido.  La Iglesia cree con todas sus fuerzas que Alguien le ha encomendado la custodia y salvación de ese ser tan frágil, tan misterioso, tan imprevisible, tan agónico, tan capaz de lo peor como capaz de lo mejor.  Por ese hermano herido y por ese hermano heridor, es que la Iglesia levanta su voz lo mismo en la selva que en el desierto.  Y camina, se detiene, se inclina, se descalza, se moja, con tal de rescatar un alma más... 

Son los zapatos de la Iglesia.  ¿Te los quieres probar un minuto solo?

domingo, 1 de febrero de 2015

EN LA FILA DEL DOMINGO SUCEDE QUE...


En el momento de la comunión en una misa se pueden tener dos perspectivas:  una es la de la persona que comulga de manos del sacerdote, y la otra es la del sacerdote que da la comunión.  Asomémonos un poco a la segunda perspectiva.

Una escena que se ve con cierta frecuencia es la de una mamá que se acerca con su hijo pequeño adelante y lo asegura con sus brazos de manera que al sacerdote le quede claro que el niño no ha hecho su primera comunión y que por tanto no puede comulgar aunque lo intente.  Y sí, hay algunos niños de éstos que abren su boca queriendo comulgar…

También te encuentras con niños tranquilos y muy observadores que van de la mano de su papá y se dedican a ver toda la escena abriendo los ojos lo más que pueden y sin parpadear.

Hay otros niños que le preguntan algo en voz baja a su papá o a su mamá como tratando de entender lo que está sucediendo.

En una ocasión, un niño muy chiquito, una vez que la mamá comulgó y volvían a su lugar, le preguntó en voz alta:  “mamá, ¿sabe dulce?”

Recuerdo también a un niño que delante de su papá seguía desde abajo con mirada muy atenta todo la trayectoria de la hostia consagrada que iba de la mano del sacerdote a la boca de su papá.  Ésta pudiera ser la tercera perspectiva…

Y la experiencia más curiosa fue cuando vi a un niño con sus dos manos muy ocupadas:  con la derecha agarraba la mano de su mamá y con la izquierda sujetaba con mucha seguridad su osito de peluche todoterreno.  Lo simpático de este niño fue que, mientras la mamá iba a comulgar, la estiraba con todas sus fuerzas como queriéndosela llevar.  La mamá, por su parte, contrarrestaba aquella fuerza luchando por permanecer en la fila y comulgar con devoción.  Por un momento, casi pareció que el hijo vencía pero finalmente la mamá pudo comulgar y, acto seguido, cedió a la fuerza de aquella mano poderosa de su hijo que se llevaba a su mamá…  En esta ocasión no fue la mamá quien traía a su hijo de la mano, sino el hijo quien traía a su mamá de la mano…

En todos estos detalles lo que he visto es la fe tan grande de las personas que se acercan a recibir la Eucaristía.  He visto que muchas personas ponen todo el corazón a la hora de recibir el cuerpo y la sangre de Cristo, y cómo deben conjugar la fe con su misión de papás y mamás de niños inquietos que quién sabe qué travesura harán de un momento a otro…  Lo que he visto también es la capacidad de observación, la mirada investigadora y las ganas de comprender de los niños más pequeños.  Y en el caso de los más grandecitos, que ya están muy cerca de hacer su primera comunión, lo que he visto es una auténtica hambre de Eucaristía.

Una invocación muy antigua para los momentos de adoración a la Eucaristía dice:  “Les diste pan del cielo que contiene en sí todo deleite”.  Esto nos ayuda a ver que la pregunta aquella del niño de que si sabe dulce no es tan descabellada.  Al contrario, este niño, a su manera, como que intuye el corazón de nuestros sagrados misterios porque la presencia dulce de Jesús está en la Eucaristía.

En el mundo de la fe, todos vamos de la mano de todos.  Para empezar, vamos de la mano del Señor.  Luego, nuestros papás nos llevan a bautizar, se preocupan por formarnos en la fe, se esfuerzan por vivir la fe a nuestro lado, nos llevan de la mano cuando todavía no podemos recibir a Cristo Eucaristía.  Y, también, los niños nos llevan de la mano.  Si el Reino de los Cielos es de los que se hacen como niños, eso quiere decir que ellos pueden ayudarnos mucho, a los fieles que ya comulgan y a los sacerdotes que damos la comunión, a conocer, amar y vivir mejor nuestra fe.  ¡Gracias, hermanos pequeños!
 
Arturo Guerra, LC
 

viernes, 26 de diciembre de 2014

EN ESTA NAVIDAD CRISTIANOS DE TODOS LOS PAÍSES SE ARRODILLAN

¡En esta Navidad, cristianos de todos los países, arrodillémonos!
En la noche en la que todas las estrellas prestan su luz al astro de Oriente, en las catedrales y en las chozas convertidas en capillas, en las basílicas y en los templos destechados, en las iglesias recién estrenadas y en los santuarios cuyos muros aún muestran las heridas frescas o las cicatrices empolvadas de una  guerra; en plena luz de luna o a escondidas...  (porque hasta a algún Estado se le ha ocurrido, en un arrebato de imaginación recaudativa, cobrar una multa de diez dólares al ciudadano que cometa la criminal barbaridad de celebrar la Navidad)..., numerosos cristianos de los cinco continentes se arrodillarán durante la misa de Nochebuena en el momento de la recitación del Credo al alcanzar las palabras:  “...y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre...” 
Será una ola ininterrumpida de veinticuatro horas, orquestada por la batuta infalible y precisa de los husos horarios del planeta.  Primero los cristianos de Islas Midway, en Samoa, después Hawaii, y sucesivamente: Alaska, Arizona, Ciudad de México, Caracas, Monrovia, Dublín, Roma, Madrid, Sarajevo, El Cairo, Jerusalén, Calcuta, Seúl...,  para terminar en las islas Fiji.
Un globo que se cimbrará a causa de tantas rodillas que hincarán el suelo, o la piedra fría, o la arena, o el mármol, o el cojín, o la hojarasca... 
Hincar significa “introducir o clavar una cosa en otra, apoyar una cosa en otra como para clavarla”.  El Poema del Mío Cid, al aludir a uno de los momentos más dramáticos del protagonista, cuando es desterrado injustamente por su rey, apostilla:  “...e hincándose de hinojos, de corazón rezaba”.  En algunas naciones donde se habla el español se utiliza más el verbo “hincarse” que “arrodillarse”.
 Hincarse es también rendirse ante el misterio.  Es sentirse anonadado.  Es inclinarse hoy ante un niño que ríe, que llora, que saluda, que busca los brazos de una madre, que juega, que se asusta, que no sabe hablar, y que es Dios.
 Hincarse será también clavarse en el mundo, siguiendo el ejemplo de Aquél que, sin ser de este mundo, quiso clavarse en éste.  ¿Qué es encarnarse sino hincar rodilla en tierra para probar el polvo de los hombres?
Pero hoy las rodillas de ese niño serán aún muy frágiles.  Necesitará los cuidados de una madre que con el tiempo le enseñe a arrodillarse, a hincarse.  Necesitará fuerzas en esas rodillas que, pese a todo, de camino al Calvario, tropezarán, sangrantes, tres veces.
¡En esta Navidad, cristianos de todos los países, arrodillémonos!

sábado, 22 de noviembre de 2014

UN ERUDITO Y UN BARQUERO


En un viejo cuento, aquel sabio emprendía otro de sus incontables viajes por tierras exóticas.  Al llegar a un río, pidió amablemente a uno de los barqueros que le llevara a la otra orilla.  El río era tan ancho que daba tiempo de establecer una conversación. 

- Sr. Barquero, buenos días.  ¿Usted ha oído hablar del teorema de Pitágoras? 

- Pues no señor, mire usted, yo no fui a la escuela.

- No me diga. Fíjese que no saber el teorema de Pitágoras...  Usted ha perdido un 15% de su vida. 

- Sr. Barquero, ¿usted sabe algo de las guerras de los medos contra los persas? 

- No señor, es la primera vez que oigo eso. 

- Qué pena, ha perdido un 10% de su vida. 

- Sr. Barquero, ¿usted ha estado en Australia? 

- ¿Y eso qué es? 

- Es un país.  Lo que sí le digo es que, usted, Sr. Barquero, ha perdido un 30% de su vida.  Mire que no conocer Australia... 

- Sr. Barquero, ¿qué me dice de las mitocondrias de la célula? 

- Como no me dé más datos... 

- Ha perdido un 15% de su vida. 

- Sr. Barquero, ¿sabe cuál es el planeta más grande? 

- Pues yo diría que la Tierra. 

- Se equivoca.  Ha perdido otro 10% de su vida. 

- Sr. Barquero, ¿usted ha navegado en internet? 

- “¿Y ése qué río es?” – respondió el barquero. 

- Qué desastre, usted ha perdido el 20% de su vida. 

En eso, el río se encrespó. Tanto que el barquero ya no podía alcanzar ninguna de las dos orillas.  El agua comenzaba a meterse en aquella pobre barca.  Le preguntó el buen barquero al hombre sabio: 

  - Oiga, esta barca se nos va a hundir, ¿sabe nadar? 

- “No” – respondió el erudito –, “nunca he tenido tiempo para aprender.” 

- Pues a ver si puedo ayudarle a que no pierda el 100% de su vida… 

 ¡Cuánto sabemos!  O al menos cuánto podemos saber.  Nunca habíamos tenido tanta información tan a la mano.  Pero a veces no sabemos lo importante.  Sabemos cómo funciona el esfínter pilórico del aparato digestivo de la ostra, pero no sabemos de dónde venimos.  Hemos pisado la Luna pero no sabemos a dónde vamos.  Sabemos que el perímetro de la tierra es de 40,040 kilómetros, pero ignoramos el sentido de la vida.  Sabemos el número exacto de neuronas que tiene el cerebro humano pero no sabemos cómo dejar de ser egoístas para empezar a amar a los demás.  A servirles.  A ser desinteresados en la amistad.  A renunciar a los propios planes con tal de ayudar al esposo, a la esposa, a un amigo, a la madre, a la compañera de trabajo, al jefe, al empleado que depende de nosotros, a la señora de la tienda de la esquina, al padre, a la hija, al sobrino, al vecino, a la suegra, al desconocido, al que vende periódicos, al político, a la cajera, al de la gasolinera... 

“Al atardecer de la vida nos van a examinar del amor”, decía San Juan de la Cruz.  No nos van a preguntar el teorema de Pitágoras ni la manera más rápida y eficaz de usar un buscador de internet.  Pero si nunca hemos dado de comer al hambriento, si nunca se nos ha ocurrido darle un vaso de agua al sediento, si no le hemos dado algo de ropa al que pasaba frío, si no le hemos abierto la puerta al que no tenía casa..., no sabremos nadar muy bien en las aguas de la eternidad.
 
P. Arturo Guerra, LC