En ocasiones sucede que los católicos no se acercan al sacramento de la
confesión. Puede ser porque no saben
bien qué es ni para qué sirve. O porque
hace meses o años perdieron la costumbre y no se animan a retomarla. O porque les da pena. O porque creen que seguirán iguales después
de confesarse. O porque consideran que
es algo sólo para niños que van a hacer su primera comunión o para dos novios
que están a punto de casarse por la Iglesia…
Y a veces es porque no encuentran a un sacerdote para confesarse. Preguntan, buscan y no dan con un sacerdote
que pueda confesarles. Esto último se
debe, en parte, a que la mies es mucha y los obreros pocos; a veces los
sacerdotes quisieran atender más almas pero necesitarían días de 40 horas y un
par de pies más…
Los sacramentos de la Iglesia son de Jesucristo. Le costaron sangre. Poco después de las tres de la tarde del
primer viernes santo en el monte Calvario, unos soldados romanos se acercaron a
romper las piernas a los tres crucificados para que terminaran de desangrarse y
murieran. Pero al llegar a Jesús, se
dieron cuenta de que ya había muerto, así que sólo le clavaron una lanza en el
costado como para certificar que estaba del todo muerto. Cuenta el evangelio que, al penetrar aquella
lanza en el costado de Cristo, al instante salió sangre y agua. Muchos escritores de la Iglesia de los
primeros siglos identificaron ese gesto póstumo del corazón de Cristo con el
nacimiento de la Iglesia y con la fuente de la que brotaban sus
sacramentos. Se puede decir que los
sacramentos vienen directamente del corazón de Cristo y son el fruto maduro de
los méritos infinitos de su pasión, muerte y resurrección. Los sacerdotes no somos más que instrumentos
del Señor para que esas últimas gotas de sangre y agua del corazón de Cristo
sigan tocando a lo largo de los siglos cada alma necesitada de curación y de
perdón.
Es cierto que el mundo tiene muchos problemas, que los sacerdotes no
podremos resolverlos todos y que muchos son los proyectos que se pueden
realizar para sembrar el bien en el mundo, pero está claro que cuando los
sacerdotes nos ponemos a confesar estamos contribuyendo significativamente a desenraizar
las raíces más profundas del mal en el mundo.
Porque es en el fondo del corazón donde una persona entra en diálogo con
el mal, le da la bienvenida, lo maquina y termina cometiéndolo. Y el corazón que opta por un mal –sea chico,
mediano o grande– es un corazón herido.
Y un corazón herido, tarde o temprano, siente un hambre muy intensa de
perdón, de rescate, de reconciliación, de sangre y agua de Cristo.
Por eso yo creo que la empresa más ambiciosa y profunda en este mundo es
dejar que Dios te cambie el corazón y ayudar a Dios a que transforme el corazón
de otras personas. Los sacerdotes
haremos un gran bien y estaremos cambiando más el mundo, si todos juntos nos
decidimos a dedicar más tiempo a confesar, de manera que facilitemos la
reconciliación de las personas con Dios y entre sí.
Hace algunos años en una conferencia, un obispo anciano comentaba que de
joven, el día de su ordenación sacerdotal, le pidió a Dios una gracia: la gracia de nunca negar el sacramento de la
confesión a alguien que se lo pidiera. Y
con una gran sonrisa concluía diciendo que hasta ese día de la conferencia el
Señor le había concedido esa gracia y que esperaba morir diciendo lo
mismo.
Si está en nuestras manos y no media un obstáculo serio, nunca digamos
que no a una persona que quiera confesarse.
No es lo mismo decir a un penitente: “disculpe, los fieles esperan el
inicio de la misa, si quiere venga al final y le confieso”, que decirle a otro
penitente: “no, no puedo confesarle porque tengo un juego de dominó muy
importante, así que váyase a otro lugar a ver si tiene suerte…”
Carlos Marx terminó el manifiesto de su revolución con aquella frase: “¡obreros
de todos los países, únanse!” Yo creo
que, al fin y al cabo, los cristianos también tenemos nuestra revolución –que
no es de odio ni de derrocamientos violentos– sino de fe, esperanza, caridad,
perdón y reconciliación:
¡Obreros de la viña del Señor, sacerdotes de todos los países,
confesemos!
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